Al principio de los tiempos, la tierra y el agua, bailaban en la sórdida aridez del cosmos. Se abrazaron con la fuerza del barro y el movimiento, y generaron la vida.
De allí la flor y los animales, agua y viento por doquier, y las piedras que envuelven las milenarias fuentes de babilonia. De allí las civilizaciones creciendo sin mesura en valles ocultos, y en montañas doradas por el sol de otros tiempos. Allí crecieron los dioses labrados en el surco, y las noches turbias del misterio y la leyenda, o la amorosa escritura que detuvo la historia.
Allí nacieron los místicos, el bien y el mal descomponiéndose en las piedras ante el cuchillo.
Allí nacieron los mártires que dejaron sus huellas en los pergaminos ávidos de sangre.
El agua seguía su rumbo marinero y palpitaron los ríos; cubiertos de lluvia, lamieron las olas del mar, regaron la salvaje columna del grito para, mansamente, cubrir los ojos de natura y sus vivencias.
El agua pulió la roca, quedó escrito, y le dio forma de aurora, y a los ríos les dio sus nombres impronunciables, y al hombre y a la mujer la fuerza de su Dios, el trabajo y sacrificio, ellos, ofrecieron al agua, el fruto de la tierra.
De allí la quimera y el todo de los enamorados, y los caminos que van marcando los años y el pájaro que duerme su trino, en su sólido nido de espuma.
De allí el agua y el barro, dueños de la nube junto al trueno, aquellos que besaron su impronta de vida y la regaron.