Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) mantiene una estrecha relación con Galicia desde hace mucho tiempo, un lugar en el que ha pasado no pocos veranos, y que también visita en ocasiones, por un motivo u otro, o sin motivo, en diversos momentos del año. Hablo con ella a través del teléfono, una larga y plácida conversación. Hablo con ella unas horas antes de la presentación de ‘Chicos y Chicas’ (Anagrama) en la librería Follas Novas de Santiago de Compostela. “Me encuentro muy bien en Galicia, me siento muy a gusto. Voy siempre que puedo, pero es verdad que desde que soy académica, algo que desde luego no entraba en mis planes, claro está, y sobre todo desde que tengo nietos, me resulta algo más complicado. Pero sigo yendo, por supuesto: ahí tengo una calma extraordinaria que me permite escribir mejor que en ninguna otra parte”, explica Soledad Puértolas.
Y esa relación, o, mejor aún, esa fascinación por esta tierra y esta gente, brota con mucha frecuencia entre las líneas de esta colección de once relatos, ‘Chicos y chicas’. Nada humano es ajeno a este espléndido libro, en el que se dibujan, con la prosa delicada y sutil de Puértolas, los precarios equilibrios de las relaciones entre maridos y mujeres, entre padres e hijos, entre hijos y amantes, entre hermanos, o entre amigos. “Hablo de lo que he hablado siempre”, me dice, al otro lado de la línea telefónica, encantada de volver a Galicia con un libro para mostrar, un libro que tiene mucho de aquí. “Siempre asoman en lo que escribo los temas fundamentales de la vida, como sucede en cualquier forma de literatura”, continúa, aunque reconoce que hay diferencias ente las novelas y los relatos, y, sobre todo, insiste en el hecho de que esta vez se ha decidido por la tercera persona, en lugar de la primera. “Es una tercera persona especial, no la del escritor omnisciente que lo sabe todo, no es la tercera persona de Tolstoi”, aclara. “No lo sé todo de mis personajes, y es mejor que sea así. Prefiero al escritor que tiene que indagar, que necesita descubrir. El autor desconoce muchísimo, pero eso es muy interesante: no puedes contarlo todo, porque no lo sabes. Tal vez sea cosa de la edad (risas). Tal vez ya no quiero que me invadan, ya voy tomando una distancia con respecto a mis personajes.”
‘Chicos y chicas’ está narrado en ese lenguaje limpio y pulimentado de Puértolas, un lenguaje sin solemnidades, cargado de sugerencias, de emociones nunca excesivas, sino apenas apuntadas, que crecen en los lados oscuros, en las esquinas del corazón. Nada hay peor que el desencanto acumulado, el dolor acallado en la soledad de las habitaciones. Los once relatos muestran descubrimientos personales, equivocaciones, desorientaciones y desvaríos, y también súbitos estallidos de felicidad, que duran lo que dura apenas una pompa de jabón. Cualquier cosa puede pasar a estos personajes que Puértolas trae el primer plano de la narración y que observa, como nosotros, con curiosidad entomológica. Son personajes heridos o absortos, atrapados en la luz que se filtra por los visillos, en las cadenas invisibles de la nada cotidiana. Y bracean antes de ser tragados por el aburrimiento, en busca de un destello en la oscuridad. Quieren encontrar la luz del faro, haga mal o buen tiempo. Y luego están las casualidades, el azar, los encuentros inesperados, o las confesiones a destiempo, como la que un personaje hace a su mujer en un tren, un lugar del que juzga que ella no podrá escapar, aunque lo desee: “he conocido a una chica”, le espeta. Al final, es la vida y sus sorpresas. La vida poblada de ausencias, elaborada con un barro que hay que modelar, si hay tiempo y suerte. Por estas páginas de prosa limpia como el agua discurren amores y desamores, maridos y mujeres, chicos y chicas, en un equilibrio milagroso, a veces divertido, que un soplo del azar puede desbaratar como un castillo de naipes.
“La vida no está hecha sólo de los que se ve, sino de lo que se imagina, de lo que se presume o intuye, de lo que se presiente, y esta es la complejidad de la vida: y eso es clave para mí”, dice Puértolas. “Los muertos están vivos, los paisajes que tu quieres están dentro de ti. Lo que me fascina de la literatura es que todo en ella se convierte en realidad. Todo puede casar en la literatura”, cuenta Soledad Puértolas. Por eso este libro habla mucho del lado oscuro, de lo invisible, de lo que está detrás de la apariencia, o de las infinitas capas de la cebolla que tiene la existencia. Y así, un simple gesto, unas palabras, una coincidencia, un pequeño error, o un deseo, son cosas más que suficientes para cambiarlo todo. Le digo, ya casi en la despedida, que es capaz de crear lo que puede llamarse una coreografía de los descubrimientos personales, a la manera de los detectives, o como en la sinfonía de miradas de las habitaciones de Henry James. O de Edith Wharton. Pero dice que Henry James, con ser un genio, puede con ella: “demasiados detalles: en esos detalles, yo veo mucho polvo”, explica, entre risas. Y concluimos que, como se advierte en algunos relatos de mar y playa en esta colección, casi siempre con Galicia al fondo, las sutiles sugerencias de Katherine Mansfield están más próximas a sus gustos y a su estilo. “Creo que Mansfield dibuja mejor las revelaciones, los momentos de plenitud, y es capaz de explicar por qué las jóvenes no entienden a sus madres, o todos esos instantes de perplejidad que a veces tenemos. Y sí, en eso me siento cercana”, dice. Hablamos aún de esos momentos de indefinición en sus relatos de ‘Chicos y chicas’, mientras cae el sol o el viento se aquieta, esas miradas entre los personajes que parecen sacadas de un cuadro de Hopper, en las que se advierte todo el peso del mundo. “A mí también me fascina el extrañamiento de Hopper. Es otra parte de la vida. Cuando no eres capaz de entender qué pasa, qué fue de tu vida o de la de los otros, esa sensación de que no estás, o de que el otro no está. La vida está hecha de meteduras de pata, de cosas que estaban mejor no dichas, no pronunciadas”, concluye.
Chicos y Chicas, Soledad Puértolas. Anagrama, 2016. Las fotografías son del archivo de Anagrama. El texto es de José Miguel Giráldez.