11 diciembre, 2016
por Miguel Giráldez
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Soledad Puértolas: “la vida es también lo que se intuye”

Sin título-2soledad-puertolasSoledad Puértolas (Zaragoza, 1947) mantiene una estrecha relación con Galicia desde hace mucho tiempo, un lugar en el que ha pasado no pocos veranos, y que también visita en ocasiones, por un motivo u otro, o sin motivo, en diversos momentos del año. Hablo con ella a través del teléfono, una larga y plácida conversación. Hablo con ella unas horas antes de la presentación de ‘Chicos y Chicas’ (Anagrama) en la librería Follas Novas de Santiago de Compostela. “Me encuentro muy bien en Galicia, me siento muy a gusto. Voy siempre que puedo, pero es verdad que desde que soy académica, algo que desde luego no entraba en mis planes, claro está, y sobre todo desde que tengo nietos, me resulta algo más complicado. Pero sigo yendo, por supuesto: ahí tengo una calma extraordinaria que me permite escribir mejor que en ninguna otra parte”, explica Soledad Puértolas.

Y esa relación, o, mejor aún, esa fascinación por esta tierra y esta gente, brota con mucha frecuencia entre las líneas de esta colección de once relatos, ‘Chicos y chicas’. Nada humano es ajeno a este espléndido libro, en el que se dibujan, con la prosa delicada y sutil de Puértolas, los precarios equilibrios de las relaciones entre maridos y mujeres, entre padres e hijos, entre hijos y amantes, entre hermanos, o entre amigos. “Hablo de lo que he hablado siempre”, me dice, al otro lado de la línea telefónica, encantada de volver a Galicia con un libro para mostrar, un libro que tiene mucho de aquí. “Siempre asoman en lo que escribo los temas fundamentales de la vida, como sucede en cualquier forma de literatura”, continúa, aunque reconoce que hay diferencias ente las novelas y los relatos, y, sobre todo, insiste en el hecho de que esta vez se ha decidido por la tercera persona, en lugar de la primera. “Es una tercera persona especial, no la del escritor omnisciente que lo sabe todo, no es la tercera persona de Tolstoi”, aclara. “No lo sé todo de mis personajes, y es mejor que sea así. Prefiero al escritor que tiene que indagar, que necesita descubrir. El autor desconoce muchísimo, pero eso es muy interesante: no puedes contarlo todo, porque no lo sabes. Tal vez sea cosa de la edad (risas). Tal vez ya no quiero que me invadan, ya voy tomando una distancia con respecto a mis personajes.”

‘Chicos y chicas’ está narrado en ese lenguaje limpio y pulimentado de Puértolas, un lenguaje sin solemnidades, cargado de sugerencias, de emociones nunca excesivas, sino apenas apuntadas, que crecen en los lados oscuros, en las esquinas del corazón. Nada hay peor que el desencanto acumulado, el dolor acallado en la soledad de las habitaciones. Los once relatos muestran descubrimientos personales, equivocaciones, desorientaciones y desvaríos, y también súbitos estallidos de felicidad, que duran lo que dura apenas una pompa de jabón. Cualquier cosa puede pasar a estos personajes que Puértolas trae el primer plano de la narración y que observa, como nosotros, con curiosidad entomológica. Son personajes heridos o absortos, atrapados en la luz que se filtra por los visillos, en las cadenas invisibles de la nada cotidiana. Y bracean antes de ser tragados por el aburrimiento, en busca de un destello en la oscuridad. Quieren encontrar la luz del faro, haga mal o buen tiempo. Y luego están las casualidades, el azar, los encuentros inesperados, o las confesiones a destiempo, como la que un personaje hace a su mujer en un tren, un lugar del que juzga que ella no podrá escapar, aunque lo desee: “he conocido a una chica”, le espeta. Al final, es la vida y sus sorpresas. La vida poblada de ausencias, elaborada con un barro que hay que modelar, si hay tiempo y suerte. Por estas páginas de prosa limpia como el agua discurren amores y desamores, maridos y mujeres, chicos y chicas, en un equilibrio milagroso, a veces divertido, que un soplo del azar puede desbaratar como un castillo de naipes.

“La vida no está hecha sólo de los que se ve, sino de lo que se imagina, de lo que se presume o intuye, de lo que se presiente, y esta es la complejidad de la vida: y eso es clave para mí”, dice Puértolas. “Los muertos están vivos, los paisajes que tu quieres están dentro de ti. Lo que me fascina de la literatura es que todo en ella se convierte en realidad. Todo puede casar en la literatura”, cuenta Soledad Puértolas. Por eso este libro habla mucho del lado oscuro, de lo invisible, de lo que está detrás de la apariencia, o de las infinitas capas de la cebolla que tiene la existencia. Y así, un simple gesto, unas palabras, una coincidencia, un pequeño error, o un deseo, son cosas más que suficientes para cambiarlo todo. Le digo, ya casi en la despedida, que es capaz de crear lo que puede llamarse una coreografía de los descubrimientos personales, a la manera de los detectives, o como en la sinfonía de miradas de las habitaciones de Henry James. O de Edith Wharton. Pero dice que Henry James, con ser un genio, puede con ella: “demasiados detalles: en esos detalles, yo veo mucho polvo”, explica, entre risas. Y concluimos que, como se advierte en algunos relatos de mar y playa en esta colección, casi siempre con Galicia al fondo, las sutiles sugerencias de Katherine Mansfield están más próximas a sus gustos y a su estilo. “Creo que Mansfield dibuja mejor las revelaciones, los momentos de plenitud, y es capaz de explicar por qué las jóvenes no entienden a sus madres, o todos esos instantes de perplejidad que a veces tenemos. Y sí, en eso me siento cercana”, dice. Hablamos aún de esos momentos de indefinición en sus relatos de ‘Chicos y chicas’, mientras cae el sol o el viento se aquieta, esas miradas entre los personajes que parecen sacadas de un cuadro de Hopper, en las que se advierte todo el peso del mundo. “A mí también me fascina el extrañamiento de Hopper. Es otra parte de la vida. Cuando no eres capaz de entender qué pasa, qué fue de tu vida o de la de los otros, esa sensación de que no estás, o de que el otro no está. La vida está hecha de meteduras de pata, de cosas que estaban mejor no dichas, no pronunciadas”, concluye.

Chicos y Chicas, Soledad Puértolas. Anagrama, 2016. Las fotografías son del archivo de Anagrama. El texto es de José Miguel Giráldez.

5 diciembre, 2016
por Miguel Giráldez
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Toma de tierra, de Ester Folgueral: habitar un bosque

con-ester-folgeral-en-compostela-nov-2016El encuentro con la poeta de El Bierzo, Ester Folgueral, la pasada semana en Compostela, me trajo recuerdos de Seamus Heaney, al que tanto queríamos. No sólo por la calidad humana, sino por la presencia de la tierra en los poemas. Tiene Folgueral mucho del gran poeta irlandés, aunque ella hizo su educación sentimental en los románticos ingleses, en los esoterismos de Yeats, en Silvia Plath, y, finalmente, en una Emily Dickinson que jamás consideró una poeta difícil. El gran poeta de Villafranca del Bierzo, Juan Carlos Mestre, la solía presentar así: “aquí nuestra Dickinson particular”. Ya acumula una larga trayectoria poética Ester Folgueral. Desde la ira de La espada azul, a las iluminaciones de Memoria de la luz (2006), hasta estas sombras y oscuridades, que ya afloraban en Lo indestructible, y que se ciernen sobre todo en su última obra, esta que acaba de ser publicada por Gravitaciones, Toma de tierra.

He aquí el descubrimiento del desamor, las heridas que sólo el bosque puede curar. “He hablado más con la naturaleza que con los hombres”, me dice Folgueral. He aquí los poemas del otro lado, la puerta a la oscuridad, pero también los poemas que nos unen con la tierra, cordón umbilical, toma de tierra, donde se conecta el cuerpo y el espíritu, donde se vacía y se descarga el miedo. Y la ira.

Toma de tierra es un libro de poemas que recuerda a Heaney. Y más a Ted Hughes que a Sylvia Plath. Es una colección de poemas sin desesperanza, pero sombríos. Son poemas de bosques frondosos, poblados de pájaros. El lugar al que Folgueral escapa para pensar en soledad. “No tengo miedo al oso, ni al lobo: me gusta perderme en la espesura de los bosques”, me dice. Aquí pesa el silencio, y el lenguaje de los árboles, y los besos de los pájaros. Hay animales, semillas, aves ciegas, abejas, caballos de fuego, cigüeñas que sangran. Hay ciervos, mariposas, hormigas, serpientes que escriben con su lengua de amor sobre las rocas. Mariposas de nieve, bueyes harapientos. Es una colección hermosa, que habla de ausencias, de derrotas, de amores perdidos, de muertos que no están muertos y aún huelen a rosas. Libro de nieve, de oscuridad y lumbre, de sombras inevitables. “Todo hombre es un árbol”, dice Folgueral.

Fotografía: Ester Folgueral con M. Giráldez en la librería Cronopios de Compostela, en noviembre de 2016. Fotografía de María Arias.

12 julio, 2016
por Miguel Giráldez
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 “Será hermoso el día en el que Irlanda vuelva a la Rúa Nova”

Turlough O’Donnell, y los miembros de la sociedad que preside, The Irish Camino Society, visitan durante dos horas muy emotivas el antiguo Colegio de los Irlandeses de Santiago

 

irlandeses con su barca en compostela en junio de 2016Han sido varios días dedicados en cuerpo y alma a redescubrir Santiago de Compostela, a unir dos extremos europeos de la gran vertiente atlántica, poblada por una cultura común. Los irlandeses de la Irish Camino Society han vivido intensamente la ciudad (además con buen tiempo) y han cumplido con la historia. Encabezados por su presidente, el gran Turlough O’Donnell, entusiasta como pocos, gran conocedor de este vínculo entre lo irlandés y lo gallego que arranca desde la Edad Media, no han dejado de visitar aquellos lugares compostelanos que les tocan de cerca el corazón. Especialmente el antiguo Colegio de los Irlandeses, en la Rúa Nova. Y, por supuesto, no ha faltado la fiesta, el baile, la música, producida por ellos mismos. Porque un irlandés es siempre un poeta, un navegante y un músico, todo al mismo tiempo. El pasado domingo 26 de junio los remeros irlandeses llegaban a bordo de una barca que recorrió también las calles de Santiago de Compostela, y se quedó a la puerta de la catedral. Era la tercera parte de un viaje marítimo que arranca, como manda la tradición, de St James Gate, desde hace mucho tiempo la puerta que da entrada a la fábrica de cervezas Guinness, en la margen derecha del río Liffey. Las aguas del río inmortalizado por Joyce han servido en el pasado para transportar las partidas de cerveza negra que se enviaban al extranjero, pero también para ver a los peregrinos partir desde el siglo XIII. En 1210 el arzobispo Henry de Loundres asignó varias tierras al lado del Liffey para se construyera un edificio para los peregrinos, especialmente para evitar que sufrieran las inclemencias del tiempo mientras esperaban por el barco que les traería hasta Santiago. Sin embargo, como puede leerse en un pequeño pero delicioso libro que la Irish Camino Society acaba de publicar con el apoyo del Centro de estudios irlandeses de Lovaina, titulado Irish Pilgrims on the Camino de Santiago: 800 Years, aunque no se construyeron instalaciones específicas para peregrinos, salvo en Dublin y Drogheda, ambas dedicadas a Santiago, lo cierto es que los peregrinos jacobeos partían de muchas localidades irlandesas ya en la antigüedad, como Wexford, Waterford, Galway, Cork, Kinsale, o Dingle. Las peregrinaciones marítimas no siempre tuvieron la misma relevancia, ya fuera por cuestiones religiosas o políticas: en el siglo XVIII la costumbre del viaje casi desapareció. Pero en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado se activó de nuevo el peregrinaje, y varios anuncios se publicaron al respecto en los periódicos irlandeses. Una conocida compañía, llamada Pilgrimways, se ofrecía a organizar de nuevo las largas travesías, incluyendo tren, autobús, o avión. El gusto por retomar las viejas tradiciones de la pregrinación marítima volvió después. Y así, un grupo de remeros reeditó para esta asociación el viejo modo de acercarse a Europa, luchando contra las dificultades del océano. En tres partes, desde 2014 hasta este verano de 2016, cuatro marineros escogidos entre músicos y artistas han cubierto la distancia, con una parada inevitable en el Museo marítimo de Pasaia de San Pedro, donde se reconstruye la Nao San Juan, un ballenero que naufragó en Canadá en 1565, en cuya reconstrucción participa Irlanda. A lomos de una barca semejante a un curragh irlandés, la Naomhóig na Tinte, Domhnall Mac Sithigh (el poeta Danny Sheehy), el artista Liam Holden (en la primera parte, Breandán Ó Muircheartaigh, que también se unió ahora al grupo en Santiago), el músico Breandán ó Beaglaoích y el actor Glen Hansard, llegaron hasta Compostela. Si el domingo habían bailado jigas y todo tipo de música irlandesa en el claustro del Hostal dos Reis Católicos, tras la llegada del barco, y escuchado la música de César, el asturiano irrepetible de Navelgas que les acompañaba, la visita del pasado martes al Colegio de los Irlandeses de Compostela, en la Rúa Nova, supuso un momento de emoción sin límites. También lo fue para la institución que el que esto escribe representa en la visita, el Instituto de Estudios Irlandeses Amergin, de la UDC, al que la Irish Camino Society quiere mostrar su agradecimiento por el trabajo que realiza desde hace años en torno a la relación entre las culturas de Irlanda y Galicia. Hablo durante la vista con Michael Flynn, director del Leuven Institute for Ireland in Europe, que muestra su admiración por el trozo de Irlanda que habitó el co- “Será hermoso el día en el que Irlanda vuelva a la Rúa Nova” Turlough O’Donnell, y los miembros de la sociedad que preside, The Irish Camino Society, visitan durante dos horas muy emotivas el antiguo Colegio de los Irlandeses de Santiago texto Jose Miguel A. Giráldez razón de esta ciudad. Hablo también con Dónal Ó Céilleachair, de Anú Pictures, director de cine que ha homenajeado en alguno de sus documentales a los hablantes gaé- licos de West Cork, en la Gaeltacht, y que contempla con detalle y con emoción lo que queda de este Pazo, abandonado ahora hace más de una década. La vista al Colegio de los Irlandeses incluye sorpresas por todos lados: camas con todas sus ropas, fotografías en las paredes y sobre las cómodas, baños, despachos, muchos objetos que parecen detenidos en el tiempo. Y sus espléndidas galerías, delanteras y traseras. Hay algo mágico que flota en el impresionante vuelo de las escaleras de piedra, realmente magníficas, de este edificio singular que, a buen seguro, merecería un destino mejor. Se edificó sobre lo fue hasta 1770 el segundo colegio irlandés de España. En ese año, la expulsión de los jesuitas decretada por Carlos III termina con la institución que, sin embargo, sigue muy viva en la memoria de muchos irlandeses. Como en todos los miembros de la Irish Camino Society que acaban de visitarnos. Su presidente actual, Turlough O’Donnell, entusiasmado con lo que ve, deja claro que espera que el Colegio de los Irlandeses vuelva a funcionar pronto como una embajada de Irlanda en Galicia. “No podemos olvidar lo que fue todo esto, lo que el final del Camino supone para la idea de una Europa que ahora parece estar en crisis. Sueño con el día en que todo esto vuelva a tener aire irlandés”, me dice, mientras observamos la extraordinaria estatua de San Patricio, en su hornacina, al lado mismo de un patio ajardinado que un día se llamó Patio de la Naranjos. No quedan naranjos ya aquí, pero sí el poso de muchos siglos de memoria. “El edificio es magnífico”, reconoce O’Donnell. “Hemos tenido suerte al poder visitarlo, comprobar su grandeza, aunque lleve tiempo sin habitar. Quiero dar las gracias porque se nos ha permitido verlo, y también al Dean de la Catedral de Santiago, Segundo Pérez, que ha hecho tanto por nosotros. Y no quiero olvidarme del cónsul en Ferrol, Tomás Antón Díaz del Río”, concluye. La sensación de que pisamos un viejo trozo de tierra irlandesa en Compostela no se disipa ni cuando la vieja puerta verde se cierra detrás de nosotros. Un día, quizás, Irlanda regresará a la Rúa Nova. Y entonces, será para quedarse. cuestiones religiosas o políticas: en el siglo XVIII la costumbre del viaje casi desapareció. Pero en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado se activó de nuevo el peregrinaje, y varios anuncios se publicaron al respecto en los periódicos irlandeses. Una conocida compañía, llamada Pilgrimways, se ofrecía a organizar de nuevo las largas travesías, incluyendo tren, autobús, o avión. El gusto por retomar las viejas tradiciones de la pregrinación marítima volvió después. Y así, un grupo de remeros reeditó para esta asociación el viejo modo de acercarse a Europa, luchando contra las dificultades del océano. En tres partes, desde 2014 hasta este verano de 2016, cuatro marineros escogidos entre músicos y artistas han cubierto la distancia, con una parada inevitable en el Museo marítimo de Pasaia de San Pedro, donde se reconstruye la Nao San Juan, un ballenero que naufragó en Canadá en 1565, en cuya reconstrucción participa Irlanda. A lomos de una barca semejante a un curragh irlandés, la Naomhóig na Tinte, Domhnall Mac Sithigh (el poeta Danny Sheehy), el artista Liam Holden (en la primera parte, Breandán Ó Muircheartaigh, que también se unió ahora al grupo en Santiago), el músico Breandán ó Beaglaoích y el actor Glen Hansard, llegaron hasta Compostela. Si el domingo habían bailado jigas y todo tipo de música irlandesa en el claustro del Hostal dos Reis Católicos, tras la llegada del barco, y escuchado la música de César, el asturiano irrepetible de Navelgas que les acompañaba, la visita del pasado martes al Colegio de los Irlandeses de Compostela, en la Rúa Nova, supuso un momento de emoción sin límites. También lo fue para la institución que el que esto escribe representa en la vista, el Instituto de Estudios Irlandeses Amergin, de la Universidade da Coruña, al que la Irish Camino Society quiere mostrar su agradecimiento por el trabajo que realiza desde hace años en torno a la relación entre las culturas de Irlanda y Galicia. Hablo durante la vista con Michael Flynn, director del Leuven Institute for Ireland in Europe, que muestra su admiración por el trozo de Irlanda que habitó el corazón de esta ciudad. Hablo también con Dónal Ó Céilleachair, de Anú Pictures, director de cine que ha homenajeado en alguno de sus documentales a los hablantes gaélicos de West Cork, en la Gaeltacht, y que contempla con detalle y con emoción lo que queda de este Pazo, abandonado ahora hace más de una década. La vista al Colegio de los Irlandeses incluye sorpresas por todos lados: camas con todas sus ropas, fotografías en las paredes y sobre las cómodas, baños, despachos, muchos objetos que parecen detenidos en el tiempo. Y sus espléndidas galerías, delanteras y traseras. Hay algo mágico que flota en el impresionante vuelo de las escaleras de piedra, realmente magníficas, de este edificio singular que, a buen seguro, merecería un destino mejor. Se edificó sobre lo fue hasta 1770 el segundo colegio irlandés de España. En ese año, la expulsión de los jesuitas decretada por Carlos III termina con la institución que, sin embargo, sigue muy viva en la memoria de muchos irlandeses. Como en todos los miembros de la Irish Camino Society que acaban de visitarnos. Su presidente actual, Turlough O’Donnell, entusiasmado con lo que ve, deja claro que espera que el Colegio de los Irlandeses vuelva a funcionar pronto como una embajada de Irlanda en Galicia. “No podemos olvidar lo que fue todo esto, lo que el final del Camino supone para la idea de una Europa que ahora parece estar en crisis. Sueño con el día en que todo esto vuelva a tener aire irlandés”, me dice, mientras observamos la extraordinaria estatua de San Patricio, en su hornacina, al lado mismo de un patio ajardinado que un día se llamó Patio de la Naranjos. No quedan naranjos ya aquí, pero sí el poso de muchos siglos de memoria. “El edificio es magnífico”, reconoce O’Donnell. “Hemos tenido suerte al poder visitarlo, comprobar su grandeza, aunque lleve tiempo sin habitar. Quiero dar las gracias porque se nos ha permitido verlo, y también al Dean de la Catedral de Santiago, Segundo Pérez, que ha hecho tanto por nosotros. Y no quiero olvidarme del cónsul en Ferrol, Tomás Antón Díaz del Río”, concluye. La sensación de que pisamos un viejo trozo de tierra irlandesa en Compostela no se disipa ni cuando la vieja puerta verde se cierra detrás de nosotros. Un día, quizás, Irlanda regresará a la Rúa Nova. Y entonces, será para quedarse.

5 junio, 2016
por Miguel Giráldez
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Don DeLillo, ‘Cero k’ y el sueño eterno

portada_cero-k_don-delilloLa excelente traducción de Javier Calvo contribuye a introducirnos a sangre y fuego en los mundos poco confortables de Don DeLillo. Pero esos mundos son el nuestro. Es lo que hay. He aquí el regreso del maestro indiscutible del Bronx, con su helado y crudo arsenal de palabras preñadas de eso que alguna vez llamamos el espíritu de la novela tecnológica. Claro que nos sobrevuela Aldous Huxley en Cero K, y también otros cientifistas, pero DeLillo es sobre todo un filósofo que viene a explicar este presente tecnológico, lo que puede hacer por nosotros la tecnología, por la inmortalidad, por la vida, y finalmente, lo que también puede hacer por nuestra destrucción. DeLillo presenta al hombre desnudo y desvalido contra sus propios miedos y sus propios monstruos: he aquí la paranoia del millonario Ross, dispuesto a invertir en un centro criogénico donde se trata de derrotar a la muerte. Queremos derrotar a la muerte y a la tristeza. La novela plantea graves cuestiones sobre el sentido de la vida, sobre la quimera de preservarla a toda costa, y sobre el papel de esa tecnología que, leemos, “recorre el planeta como una tormenta, y no tenemos dónde escondernos de ella”. De nuevo, este Don DeLillo sin concesiones y sin filtros. Sencillamente, magistral. / J. M. GIRÁLDEZ

Cero K
Don DeLillo,
Traducción del inglés por Javier Calvo,
Seix Barral, Biblioteca Formentor,
318 páginas,
2016, 19.90 €

2 junio, 2016
por Miguel Giráldez
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Narla encuentra la voz verdadera

portada_donde-aullan-las-colinas_francisco-narlaAutor de largas novelas históricas como Ronin o Assur, en las que el entretenimiento y los detalles de la trama brillan sobre todo lo demás, Francisco Narla nos ofrece ahora un cuento mucho más corto, en el que afloran otros elementos quizás menos obvios hasta el momento. Y una voluntad de estilo más acusada. Donde aúllan las colinas es el mejor libro, hasta el momento, de Francisco Narla. Y lo ha logrado gracias a su fe en las historias antiguas que brotan de los bosques de Galicia y de las narraciones que nacieron envueltas en los jirones de la niebla. No ha necesitado una trama muy compleja esta vez, preñada de detalles, sino un gran tempo narrativo, un pulso que es superior al de sus libros anteriores, un lenguaje natural y en comunión perfecta con la tierra. Sería simplificador decir que este es el Narla defensor de la naturaleza que pesca a mosca en los ríos de Galicia. Pero hay mucho de eso. Y ahí está el lobo, animal totémico de su literatura desde los comienzos, el lobo que aquí es fieramente humano, en lucha contra presuntos alimañeros en la Galicia ancestral, contra las legiones romanas, en el siglo I antes de Cristo. Un lobo que llegará muy lejos. Narla logra aquí su voz verdadera, una prosa limpia y clara, en la que nada sobra, donde late el ritmo del mejor Jack London de Encender una hoguera. Un cuento de aquellos que leímos en una sola noche. / j. miguel giraldez

Francisco Narla, Donde aúllan las colinas, Autores españoles e iberoamericanos, Editorial Planeta, 353 páginas, 2016, 19.90€

1 junio, 2016
por Miguel Giráldez
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Federico Axat, una novela inquietante (entrevista)

axatFederico Axat (Buenos Aires, 1975) acaba de publicar La última sali­da (Destino): una novela inquietante. Todo empieza con un intento de suicidio, pero, cuando Ted va a llevarlo a cabo, alguien llama insistentemente a la puer­ta. Así que hay que postergar esta acción tan crucial. Hay que dete­ner el dedo, el gatillo, la bala. Hay que parar. Ted McKay ha de parar. Son de estos días en los que no está uno para nada, habrá pensado. La llamada sigue, el tipo al otro lado de la puerta insiste. Aprieta el tim­bre una y otra vez. Va a tener que abrir, maldición. Justo ahora, que lo tenía todo calculado. Justo aho­ra, que todo estaba decidido. Por­que Ted es rico. Es feliz. Tiene dos hijas ado­rables. ¿Qué extraño fuego de muerte, qué pájaro negro ha invadi­do su corazón? Y, sobre todo, ¿qué diablos que­rrá el tipo que insiste en apretar el timbre, como si le fuera la vida en ello (igual que a Ted le va la muerte en ello), al otro lado de la puerta?

Hablo con Federico Axat, en este año tan argentino. Han veni­do muchos argentinos, le digo. Todos estu­pendos. Hay que ver, qué literatura. Nunca antes lo había entre­vistado, pero Axat, que es ingeniero, sí, inge­niero, viene pegando fuerte con otros títu­los, no sé si saben. El pantano de las maripo­sas, por ejemplo. Es un tipo especial, esto lo he dicho de otros argenti­nos. Bueno, y no sólo de argentinos. Es tre­mendo, Axat. Verás: te atrapa. No es ese “te atrapa” de la propaganda, de los autores del suspense, no. Es otro atrapar. Nadie sabe nada aquí, ni el protagonista. Ni siquiera el escritor. El ingeniero Axat se las ingenia. Para atrapar.

–Es un apellido extraño, Axat. Argentino, claro.

–Bueno, no es muy común, no. Es llamativo. (Se le ve jovial, anima­do. Se le escucha contento). No somos muchos Axat, es cierto. Somos una familia pequeña en Argentina.

–Hay últimamente un desembar­co de escritores argentinos bas­tante notable.

–Bueno, sí. Pero yo publiqué mis novelas anteriores en España, y también en Italia y Alemania [en realidad, con esta última, ha sido publicado en 29 países]. Pero no me habían publicado en Argenti­na. Así que ahora, después de un largo periplo con esta novela (la verdad es que da un poco de vér­

tigo), por fin voy a ser publicado en mi país. Digamos que ha sido como un camino inverso.

– Hablo con usted y tengo ganas de decir que es ingeniero. Como si hubiera que justificar algo. Ojo, que Axat es ingeniero. No es escritor, es ingeniero. Pero ya es, mucho más, un escritor.

–Yo no reniego de mi carrera. Es fascinante. He trabajado de inge­niero. Pero hay muchos escrito­res que vienen de la rama de las ciencias: como argentino, se me ocurre Ernesto Sábato. Yo le tra­to de buscar alguna explicación, o, más bien, trato de ver cómo la ciencia y la literatura se comple­mentan. Y la verdad, en un thri­ller como La última salida, está muy claro que el conocimiento científico es muy importante.

–Claro, por eso hay tantos ins­pectores de ficción que tienen mentes matemáticas o científi­cas. Y es verdad que hay muchos escritores de esos ámbitos. Todo está en todo. Pero, ¿cuándo un ingeniero decide que quiere ser escritor?

–Es una pregunta adecuada, por­que es cierto que cualquier inge­niero puede haber decidido un buen día que se iba a poner a escribir. Pero no es mi caso. Yo escribo desde que tengo uso de razón. Más allá de que era la pro­fesión de mi padre… Y más allá de que la física y las matemáti­cas me gustan bastante… lo que sucedió fue que nunca consideré que la literatura podría llegar a ser un medio de vida. Yo me con­sidero escritor desde siempre.

–Y vives en Argentina. No digo que haya que saltar a Europa, no es que diga eso. Aunque venir a Europa tiene algo de aquel Grand Tour que hacían los románticos.

–Viajé mucho. Sobre todo por América. Me dediqué a proyec­tos de telecomunicaciones en aquellos años, así que pasé como unos siete años fuera de Argenti­na. Pero me siento muy cómodo allí. No me imagino en otro sitio.

–A fin de cuentas, ya decíamos que la ebullición cultural y lite­raria en Argentina parece haber tomado nuevo impulso.

–Es un fenómeno argentino, pero Buenos Aires en particular, la provincia donde yo vivo, tiene ese mundillo de las librerías, no las de las grandes cadenas, sino esas a las que van los lectores que conocen, que saben lo que van a buscar. Es muy gratificante.

–¿Qué hay en La última salida que ha provocado este éxito, este torrente de admiración y que además vaya a ser una película en Hollywood?

–Sí, es verdad que se está adap­tando por un estudio importan­te. No puedo hablar mucho aún. Pero me emociona, claro, sobre todo porque sé que no es fácil adaptar esta novela, y que no es fácil ser uno de los elegidos. Como también me emocionan todas las traducciones que se están haciendo.

–¿Va a participar en los guiones?

–Bueno, yo soy un amante del cine. Creo que mis influencias más importantes vienen de lo audiovisual. Me costaría no estar vinculado a la película de alguna forma. Con humildad, claro. Pero me encantaría estar. Ahora, si un director cree que tiene que cam­biar algún matiz de la historia, no lo fundamental, lo entendería.

–Dicen que Federico Axat es uno de los mejores dominadores del suspense en lengua castellana. Yo sé que al hablar de thriller inmediatamente se habla de suspense, que a veces es como una etiqueta. Pero en su caso… sabiendo que escribe sin un plan preconcebido, ¿cómo consigue que funcione tan bien?

–Cuando lo cuento me pregun­tan cómo es posible. Parece que en una novela así todo tiene que cuadrar perfectamente. Pero a mí me gusta desentrañar la his­toria a medida que avanzo: la his­toria se inventa en el proceso de escritura. No trazo mapas, pero sé que estaría bien para optimi­zar el tiempo. Y si todo esto me obliga a reescribir, o me hace llegar a un callejón sin salida, lo afronto.

–Le encanta improvisar.

–Lo que me encanta es sorpren­der. Y sorprenderme. Me da bue­nos resultados. Es gratificante que un lector te diga que tenía una teoría y que a las diez pági­nas esa teoría ya no le servía… Así que estoy muy contento.

–¿Y se ha encontrado en ese callejón sin salida alguna vez’

–No me ha pasado del todo. Ten­go alguna novela a medio escri­bir que podría continuar. No he llegado a desechar el material. Aunque ocurrirá. Ahora, volver atrás y reescribir, infinidad de veces. Todos mis libros tienen muchas reescrituras, y algunas de ellas muy severas. Doy pasos atrás y borro las huellas.

–El arranque de La última sali­da es brutal. Parte de un suicidio frustrado. O interruptus.

–Sí. Ted está a punto de pegar­se el tiro, pero cuando abre la puerta, ya que no dejan de lla­mar al timbre, se encuentra a este Lynch, que claro, se llama así por casualidad (risas). ¿Qué se le puede decir a alguien que lo tiene todo decidido, que tiene esa mente racional de gran aje­drecista? Sin duda convencería al tal Lynch para que se marcha­ra, y entonces la novela se acaba­ría en la página ocho (risas). En la editorial me dijeron que ocho páginas no (risas de nuevo). Así que había que inventar algo. Y lo que Lynch le ofrece es partici­par en una cadena de suicidios. Le ofrece lo que corrige la única falla del plan de Ted: así la fami­lia no tendrá que contemplarlo muerto en la casa. Pero esa cade­na de suicidios, gentes en su mis­ma situación que se van matando unos a otros, cambia las cosas: porque ahora la muerte de Ted, cuando ocurra, será un asesina­to. Eso implica una modificación de varios niveles. Por supuesto que Ted se pregunta cómo Lyn­ch sabe todo esto. Se pregunta quién es. Pero hasta esa pregun­ta es secundaria, porque en rea­lidad le están dando una buena solución para lo suyo. Eso sí: Ted tendrá que pensar que ahora va a decidir sobre la vida de otro, no sobre la suya propia.

–Esta trama implica aceptar convertirse en asesino. Lo que descubre es un perverso juego de culpabilidades y responsabi­lidades.

–Tal cual. Pero hay algo detrás que nos estamos perdiendo… Y vendrán cosas que borrarán las anteriores, que las harán inser­vibles. El lector arma su lógica, pero de pronto esa lógica se cae.

 

2 mayo, 2016
por Miguel Giráldez
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Shakespeare no regresa a Inglaterra por su 400 aniversario, porque nunca se fue

shakespeareCervantes y Shakespeare se dan una vez más la mano en un año mágico, 2016. Recordamos los 400 años de la muerte de ambos, pero, sobre todo, recordamos su grandeza. Comparables en tiempo y en obra, su literatura es el emblema del castellano y del inglés, respectivamente. Los ingleses, volcados con Shakespeare, sacan partido a lo poco que sabemos de él. A más enigmas, más emoción. El genio de Stratford ha vuelto, aunque nunca ha dejado de estar ahí.

La celebración del cuarto centenario de la muerte de Shakespeare (coincidente con la de Cervantes, pero no hasta el punto de que ocurriera el mismo día, como muchos han supuesto) ha traído de regreso los muchos misterios y enigmas que existen sobre el bardo de Stratford. Shakespeare es uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, de eso no hay duda, pero han sido las tinieblas sobre su figura las que han provocado la atención de centenares de investigadores, aunque, bien es cierto, el análisis de su fascinante producción literaria no le ha ido a la zaga. Resulta paradójico que la biografía de Shakespeare esté poblada de sombras, cuando son tantas las certezas que tenemos sobre su grandeza literaria. Pero no es fácil obtener datos de una época tan alejada de nosotros, en la que la fragilidad de los registros escritos y el azar de la vida cotidiana no arrebatan detalles imprescindibles para conocer la verdad, y, en no pocos casos, nos arrebatan incluso algunas obras, perdidas para siempre, como se puede perder el amor.

Es tanto lo que se ha especulado sobre la identidad de Will Shakespeare que, a estas alturas, el mayor esfuerzo ha de volcarse en los trabajos de limpieza de datos, en desmontar la ficción sobre la realidad. Así, casi se diría que hay que pelar al personaje Shakespeare como se pelan las capas de una cebolla. Y, sin embargo, la investigación sobre su vida y sobre su obra es fascinante. Abrumadora. Casi se diría que de ningún otro escritor se ha investigado más. ¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Por qué tantas dudas? ¿Por qué tantas leyendas? Pues porque los lados oscuros han encendido nuevas luces, han animado nuevas teorías. Y porque en muchos momentos, la más plausible de las teorías, la evidente, la que dice que William Shakespeare era un hombre de Stratfod-upon-Avon con no muchos estudios, que decidió vivir una aventura empresarial en el mundo del entretenimiento del Londres de la época, no parecía justificarse con la alta calidad de sus escritos, y sus eruditas menciones, y con el uso inigualable de la lengua inglesa. Dicho de otro modo: si Shakespeare era Shakespeare, con lo poco que conocemos de sus orígenes, pero suficiente, ¿cómo pudo escribir lo que escribió?

El edificio crítico que se ha montado sobre su figura ha contribuido, claro, a aumentar increíblemente su fama. Aunque alguien no haya leído ni una línea de su sofisticado y hermosísimo teatro, o aunque no haya apreciado los juegos eróticos, también ocultos en la retórica, de sus sonetos, siempre tendrá la oportunidad de alimentarse de los misterios que envuelven su biografía. Shakespeare es un producto de una tradición que combina el análisis profundo de sus obras con la mirada a veces frívola y no siempre fundamentada sobre su existencia. Y ese producto ha resultado ser de gran valía, porque en realidad Shakespeare es hoy el bardo nacional inglés, es cierto, pero también es una de sus grandes industrias culturales. Supongo que debemos aprender de todo ello. Con Cervantes no se ha hecho ni la mitad, salvo en el terreno de la investigación, que resulta, sin duda, encomiable. Pero, ¿y la puesta en valor de su figura pública? Nada que ver con lo que Inglaterra ha hecho con William Shakespeare. Este 400 aniversario de la muerte de ambos es una buena piedra de toque. El consorcio Shakespeare 400, así se llama, coordinado por el King’s College, es sólo un ejemplo de cómo la figura del dramaturgo va a ser explotada, en el mejor de los sentidos, hasta la saciedad. Y no es algo nuevo: Shakespeare es omnipresente en su país. Las representaciones son continuas, los libros sobre su obra y su vida, interminables. Las conferencias, los congresos, los debates. Incluso la presencia mediática.

Con el paso del tiempo, los escritos de Shakespeare se han revelado como la fuente más directa y más creíble para saber cosas de su vida. Todo lo que gira alrededor del escritor resulta ser un entramado complejo de creencias, que, básicamente, se ha dedicado a idealizar su figura, sobre todo desde el Romanticismo. Y a atribuirle lo que no era posible atribuirle. Hasta el punto de negar su origen y su procedencia social, pues no pocos concluyeron que era necesario otorgarle un aura aristocrática, intelectual o incluso bohemia, negando, a veces las evidencias. Esto ha dado para mucho. Y tal vez se ha ido demasiado lejos. Las numerosas películas sobre Shakespeare también se han aprovechado de toda esta niebla que envuelve la famosa partida bautismal de Stratford, y todo lo que vino después. Las películas sobre su vida, porque las grandes producciones sobre sus obras (de Orson Welles a Sir Lawrence Olivier o Kenneth Branagh), son otra cosa. La realidad es que sabemos más de Shakespeare que de ningún otro autor de la época. Se ha mitificado la duda sobre la autoría y sobre la identidad, como se ha mitificado todo sobre el bardo. Y a veces uno piensa que ya es imposible retirar todas las capas de cebolla que se acumulan sobre su biografía.

Son sus obras las que más hablan de él, como demuestra el experto Stephen Greenblatt en su magnífica obra, la más reciente, titulada ‘El espejo de un hombre’ (DeBolsillo). Leer a Greenblatt es ahora mismo la mejor recomendación que podemos hacer. Durante años nos hemos dedicado a saciar al ansia de conocimiento sobre Shakespeare en obras que creían en su origen humilde de Stratford, o que creían ver en él figuras ocultas, como De Vere, o Bacon, o, cómo no (y es una de mis teorías favoritas) la figura del escritor y espía Christopher Marlowe, fallecido prematuramente en una reyerta. Ocultado en realidad, según otros, para convertirlo en Shakespeare: tan numerosas son las coincidencias entre los textos de ambos. Y, según Greenblatt, debieron de conocerse. Pero parece que Shakespeare fue una industria en sí mismo.

La creación de su compañía (Lord Chamberlain’s Men primero y King’s Men, después), el éxito creciente de las obras que ponía en escena, la gran rivalidad que existía entre autores, productores y actores, da a entender que nuestro hombre de Stratford tuvo que trabajar en equipo, con colaboraciones de otros autores más o menos secundarios (Middleton, por ejemplo), que su industria se parecía a lo que hoy llamamos un equipo de guionistas. Sin duda su impronta estaba allí, pero resulta difícil saber cuánto hay de él en cada obra. Greenblatt asegura que utilizaba libros quizás no muy conocidos para elaborar argumentos de los que sabía poco o nada. Pero el arte literario convertía esos libros que usaba como base de sus historias en fascinantes composiciones.

Shakespeare se fue construyendo a sí mismo en el Londres dinámico y duro de la época. La idea de la escritura de entonces, de lo que era plagio y no lo era, de la adaptación y la apropiación, no tiene nada que ver con la idea actual. Y además era necesario escribir mucho, adaptar obras de otros, conseguir que los actores aprendieran de memoria muchos textos, porque las obras entraban y salían de cartel con gran rapidez, dependiendo del éxito. Había que tener un repertorio preparado. Ese fue quizás el mundo de Will Shakespeare, al que no podemos contemplar como un autor con los criterios de nuestro mundo contemporáneo. Greenblatt, en este libro magnífico que hemos mencionado, insiste en que su formación inicial, gracias a que su padre John había sido alcalde de Stratford, fue mejor de lo que parece. Tuvo ocasión de contemplar a muchas compañías de teatro itinerante que están en el origen de su fascinación por el teatro. Shakespeare, dice Greenblatt, se inspiró en todos los espectáculos que había contemplado de niño, “por lo demás, decrépitos”. Pero no lo tuvo fácil. Londres era un territorio terrible, en el que abundaban los castigos y las venganzas. Y él fue contemplado durante mucho tiempo como un “cuervo advenedizo”.

En 1611 pudo regresar a Stratford por última vez, incapaz de estar, como señala Greenblatt, “en veinte sitios a la vez”. Aunque siguió colaborando, con Fletcher, por ejemplo. Compró por entonces una casa en Blackfriars, una más de sus múltiples inversiones. En 1613, The Globe ardió hasta los cimientos. Para entonces, ya había escrito ‘La Tempestad’ y estaba en retirada. Will Shakespeare sigue siendo hoy un escritor extraordinariamente joven. Asombrosamente, ha resistido todas las teorías, todas las conspiraciones. Sigue siendo él, 400 años después, uno de los mayores regalos que la literatura nos ha concedido.

24 abril, 2016
por Miguel Giráldez
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Sobre las traducciones al inglés de El Quijote: John Rutherford y los otros

rutherfordA pesar de que los ingleses no traducen tanto como cabría suponer, el Quijote ha sido vertido a la lengua de Shakespeare muchas veces. Bueno, no exactamente a la de Shakespeare: eso fue justo en los inicios. Aún juegan las leyendas populares (y las académicas) con las posibilidades de que ambos genios (Cervantes y Shakespeare) se conocieran, muriendo, como murieron, el mismo día: aunque el dato induce a error, porque hay que tener en cuenta que ingleses y españoles manejaban calendarios diferentes. Por no hablar de la primera parte del Quijote, que se hizo muy famosa en Inglaterra en poco tiempo, y tuvo una amplia difusión. Casi con toda seguridad Shakespeare conoció el Quijote, gracias, claro, a la prodigiosa mano de Shelton. Después de Cervantes, si exceptuamos a algunos (muchos) latinoamericanos, el autor español favorito de los ingleses es sin duda Federico García Lorca. No sé si los hispanistas lorquianos habrán tenido algo que ver, pero imagino que sí. Cela también es ampliamente conocido en Inglaterra. Y últimamente, Javier Marías (anglófilo, por el tiempo allí vivido, y por su cultura literaria), el también muy británico en tantas cosas Vicente Molina Foix y, el sorprendente Enrique Vila-Matas, que gusta mucho en el extranjero. Y, desde hace tiempo (hace años ya reinaba en los escaparates de Charing Cross), está Arturo Pérez Reverte. Son sólo algunos ejemplos.

En realidad, la polémica del texto cervantino llega hasta las ediciones de hoy. O si no que se lo pregunten a Francisco Rico, uno de sus grandes estudiosos. La historia, sin embargo, empezó de una manera un tanto tosca y apresurada. Pero emocionante. Hay algo hermoso en la descuidada (¿manipulada también?) edición madrileña de Juan de la Cuesta, algo de libro de fortuna, un cierto resabio, o arrecendo, como decimos en Galicia, a libro de lance, no tanto porque fuera de segunda mano, sino por los muchos lances que en él suceden. El Quijote no tuvo demasiada suerte en su primera composición para la imprenta (sin contar con otras ediciones de 1605, que las hubo, y también en Portugal), ya fuera por el apresuramiento, ya por las imposiciones censoras, ya por la torpeza gráfica a la hora de corregir el manuscrito, ya por la autocensura de Cervantes. Digo pues que el Quijote estaba condenado a perderse en el maremágnum literario, si no fuera el éxito que alcanzó rápidamente en el resto de Europa, y aún se pudiera decir en América. Pues, como el propio Rico señala en la Nota al texto de la excelente edición popular que publicó la Academia en 2004, “en la primera mitad de 1605 salieron para América cientos de ejemplares de la novela”.

Resulta por tanto extraordinariamente fácil comprobar que la aventura literaria del Quijote alcanzó eco y aprecio más extramuros que intramuros, si bien a Cervantes no le fue mal del todo en comparación con la azarosa vida anterior y con las desgracias, literarias o no, que hasta entonces le habían acontecido. La versión inglesa fue la primera de todas las traducciones de la obra, a cualquier idioma: casi inmediatamente después de publicarse el original. El propio Francisco Rico recordó en su día la no excesiva recepción primera que tuvo el Quijote en España, más allá de las ventas iniciales, que tampoco fueron exageradas, si se estima que la tirada debió llegar, como mucho, a unos cinco mil ejemplares, entre 1605 y 1608. El Guzmán de Alfarache gozó en el siglo XVII de mucho más predicamento.

El ‘Quijote’, además de a través de ese bautismo de gracia que supuso la edición de lujo de Carteret en 1738, estuvo ligado a Inglaterra por las traducciones, como ya hemos señalado antes. También en las versiones inglesas el Quijote gozó de gran predicamento, y ya desde el principio. Tal es la cantidad de traducciones, versiones, ediciones, reimpresiones, resúmenes y hasta suplantaciones de traducciones que se han hecho en inglés de la obra de Cervantes (la piratería editorial se llevaba mucho). Para un análisis estrictamente académico me remito, por ejemplo, a la tesis doctoral de Carmelo Cunchillos, de 1983, Traducciones y ediciones inglesas del Quijote, si bien su estudio abarca exclusivamente hasta el año 1800. Pero basta leer las anotaciones, los prólogos o las notas al texto que acompañan muchas de esas tra­ducciones, para comprender hasta que punto, en Inglaterra, la pasión por la obra cervantina se ha mantenido casi sin desmayos, aunque en esos mismos prólogos los traductores no dudan en compararse con sus antecesores, o con sus contemporáneos, ya sea para abominar de lo que otros han hecho o para reconocer que deben mucho a la larga tradición de Quijotes traducidos al inglés.

Los problemas culturales en la traducción del Quijote son considerables, pero afortunadamente, la primera traducción inglesa del Quijote, asombrosamente cercana en el tiempo a la editio princeps española, es tenida hoy por una de las mejores, lo cual, quién lo duda, habrá contribuido en gran medida a la calidad de todas las demás que en ella vieron un espejo, o un modelo, para las muchas dificultades traductológicas que la obra cervantina comporta. En efecto, la primera traducción de Thomas Shelton, fechada en 1612, y basada en realidad en la edición de Bruselas de 1607, alcanzó un éxito notable entre los lectores anglosajones, y más aún entre los traductores posteriores. Como decimos, fue vertida al inglés con relativa celeridad, dos años antes de la primera versión francesa. La emblemática traducción de Shelton recibió por título The History of the Valorous and Wittie Knight-Errant, Don Quixote of the Mancha y pronto aparecería la segunda parte, que vería la luz en 1620, aunque fue dada a la imprenta sin la firma de Shelton: todo esto, y, sobre todo, lo que después vino, confirma que, desde el principio, nos hallamos ante una obra que suscitó gran interés para los lectores en lengua inglesa.

No obstante, y aunque la obra de Shelton fue muy conocida y muy apreciada a lo largo del siglo XVII, lo cierto es que sólo tuvo dos reimpresiones, en 1652 y en 1675. Pasaron varios años antes de que llegase la segunda versión inglesa, la de John Philips, sobrino de John Milton, publicada en 1687, y también una tercera, la de Stevens, que en realidad es una revisión de la de Shelton, pero sensiblemente menos celebrada que esta, que vio la luz a comienzos del siglo XVIII, exactamente en 1700. Y hasta hubo una cuarta, porque el año 1700 pareció ser especialmente proclive a las versiones del Quijote. En efecto, también por esas fechas, apareció la traducción de Motteaux, The History of the Renown’d Don Quixote de la Mancha, que sería, con el tiempo, una de las más conocidas. Más tarde, ya en pleno siglo XVIII, vio la imprenta la famosa versión de Tobías Smollet (1755). Es algo anterior la de Charles Jarvis. Esta traducción se había publicado en 1742, y gozó también de mucha popularidad y de numerosas reimpresiones, versiones, resúmenes, e, incluso, notables ediciones ilustradas. La ilustración, ya se sabe, y el grabado de manera singular, ha acompañado magníficamente al Quijote a lo largo de su profusa historia editorial. Es la de Jarvis la edición que más veces se ha reimpreso, y todo ello a pesar de la escasa energía que se deriva de su texto, de su preocupación por la solemnidad, lo que supone en palabras de Rutherford, el inicio de la traducción puritana del Quijote, que fue reforzada por una lectura romántica del libro. Quizás no resulte tan extraño que las crecientes deficiencias de las traducciones del Quijote, a medida que avanzaba el siglo XIX, se deban a la lejanía y al filtro solemne y heroico de los románticos, que hizo mucho más mal que bien a una obra que está bien lejos de ser solemne. Rutherford, de nuevo, es categórico en este aspecto: “…no tienen precisión: sus autores sólo disponían de diccionarios rudimentarios… Motteux, por ejemplo, elimina frases enteras, e incluso párrafos, y añade otros de su cosecha. Siente una predisposición especial a colar sus propios chistes…” (xiv). El XIX reinterpretó la obra, ya decimos, en clave romántica, hizo desaparecer muchos de los logros del siglo pasado y vivió, en gran medida de las reimpresiones y reediciones de la traducción de Jarvis. Fue en la parte final del siglo, como también, señala el propio Rutherford, cuando se acumularon tres versiones ancladas profundamente en la tradición puritana, tradición que, por cierto, informaría también las primeras traducciones del siglo XX, especialmente la de Cohen.

De las últimas traducciones, habría que hacer capítulo aparte. La de Edith Grossman y la de John Rutherford me parecen memorables, cada una a su manera. He hablado de ello hace algunos años, en un artículo aparecido en el volumen La huella de Cervantes y el Quijote en la cultura anglosajona, publicado por la Universidad de Valladolid (2007). Rutherford, según su propio testimonio, apenas consultó las traducciones anteriores, una práctica que quizás era mucho más habitual en siglos pasados. Aunque si la de Cohen demasiado lineal. C­ohen no parece capaz de mostrar lo mejor de Cervantes: el humor. Para ambos traductores, el lenguaje se había vuelto demasiado arcaico, con el paso del tiempo. Así que intentaron una versión fuertemente contemporánea, “igual que Cervantes había usado el español de su época” (xviii, Rutherford). Grossman dudó, pero una conversación con Julián Ríos le convenció de que Cervantes era el escritor más moderno del mundo, así que podía modernizarse su lenguaje. Con todo, este Cervantes contemporáneo comporta riesgos. Aunque para Rutherford no hay nada que no pueda ser traducido, los problemas culturales, a veces persisten. Qué decir, por ejemplo, de los famosos “duelos y quebrantos”, una expresión gastronómica que ha merecido varias interpretaciones. O ¿qué decir de las posibilidades traductolóficas de ‘abadejo’, ‘curadillo’, ‘truchuela’ o ‘bacallao’? Por no hablar de las frases hechas y de los refranes, tan abundantes en la obra. Qué decir, ya puestos, de expresiones como “vive Roque que si no me paga…”, “y vio a dos distraidas mozas…”, “anda caballero que mal andes”, “yo no sé nada de omecillos…”, “hacía concertado con ella que aquella noche se refociliarían juntos”, “ya sé a que sabe el bizcocho y el corbacho”, “daré al diablo el hato y el garabato”, “doncella Placerdemivida”, etc. Pero un análisis más detallado de estos problemas, que Rutherford y Grossman han acometido con espíritu contemporáneo, se haría muy prolijo en esta entrada. En otra ocasión será.

19 abril, 2016
por Miguel Giráldez
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¿Quién fue Cervantes?

Cervantes está de nuevo en el candelero. Tras la búsqueda de sus huesos en las Trinitarias, regresa la pasión por el gran autor, siempre con la figura de Shakespeare al fondo. Aunque es cierto que los ingleses siempre han ido. quijote-gustave-doreMucho más lejos que nosotros en los asuntos referidos a su escritor nacional, también es verdad que Cervantes sigue encerrando suficientes enigmas como para atraer a investigadores y al gran público. Aquí se tratan algunos de ellos, como su posible origen gallego. O, al menos, norteño. Algo muy gallego sí que tiene el Quijote: la traducción al inglés de la obra que John Rutherford hizo en Ribadeo.

Ahora que se cumplen 400 años de la muerte de Cervantes (y también de la muerte de Shakespeare) todos han dado en comparar y en igualar ambas biografías. Los ingleses le han sacado mucho partido a Shakespeare, como es bien conocido. Tanto a lo que se sabe de él como a lo que no se sabe. No importa: el misterio es aún más interesante que las certezas. Los libros sobre la identidad del inglés son incontables: preocupa no saber de quién hablamos cuando hablamos de Shakespeare, pero al tiempo resulta ferozmente atractivo. Who wrote Shakespeare? (John Mitchell) fue uno de los primeros volúmenes que leí sobre su identidad difusa. ¿Era un sabio, era el conde de Oxford (Edward de Vere), era Christopher Marlowe resucitado? ¿O era el viejo Shakespeare de Stratford (un apellido relativamente común en la zona, con sus variantes), que se mudó a Londres dejando detrás a su familia y su escasa fortuna, con conocimientos de latines de una escuela local, escasos tal vez para tan alta literatura como la suya? A los ingleses les fascina el misterio. Después de todo, tienen las obras, que es lo que realmente importa. Obras maestras. El juego de la duda en torno a Shakespeare es uno de los que más rentables han resultado en ese otro lado del bardo, el lado turístico. Nada se puede despreciar cuando de una gloria nacional hablamos. Y luego han venido críticos como Jonathan Bate, que ha llevado a Shakespeare nada menos que al Principio de incertidumbre, o Harold Bloom, cómo no, que no quiere renunciar a la figura del gran bardo que inventa todo lo humano. Tengo ante mí un libro extraordinario. Es la última biografía de este Shakespeare del que tan poco conocemos. Se trata de El espejo de un hombre(DeBolsillo), del gran especialista Stephen Greenblatt. Deberían leerlo si están interesados en conocer mejor a este gran desconocido.

Sin embargo, no hemos venido aquí a hablar de Will Shakespeare, que elogios y homenajes no le han de faltar. Hablemos de Cervantes y de su debatido origen.

Es seguro que Shakespeare será objeto de apasionados debates en este aniversario. Pero, ¿y Cervantes? No hace ni siquiera unos meses que estábamos excavando en el Monasterio de las Trinitarias de Madrid, a la búsqueda de sus huesos. Algo se encontró, pero no se concluyó demasiado, si no me equivoco. Había restos diversos, mezclados con otros 17 cuerpos, si bien se afirmó, y aquí quedó la cosa, que algunos eran efectivamente de Cervantes, casi con toda seguridad. Como Shakespeare, Cervantes es un gran desconocido. Mucha es la investigación sobre su obra, y bastante hay sobre su figura, no triste, sino simplemente poco conocida. Cervantes y Shakespeare no comparten la fecha exacta de este aniversario mortuorio, como algunos creen, pero sí comparten una biografía movediza y llena de lagunas, tantas que se diría que son muchas más las lagunas que la tierra firme. Malo para el investigador, desde luego, pero estupendo para el fabulador. Lo que no se sabe de Shakespeare y de Cervantes da lugar a versiones de todo pelaje, alimentadas por el deseo de muchos de que sea paisano suyo a toda costa, lo mismo que unos cuantos pueblos quieren atribuirse la identidad de aquel de cuyo nombre el escritor no quería acordarse. Leer más →

10 abril, 2016
por Miguel Giráldez
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El regreso literario de Javier Puebla: la vida de José de Salamanca, inventor de Madrid

El hombre que inventó MadridTras un silencio prolongado Javier Puebla, este premio Nadal, el hombre que fue capaz de escribir un cuento cada día (‘El año del cazador’), poseedor de una biografía densa en la que se mezclan sus trabajos diplomáticos en Dakar con los de cineasta, periodista, escritor y viajero (además de haber fundado la editorial Haz Milagros), llega ahora con una novela que surca y explica la vida del hombre que, literalmente, es responsable del Madrid moderno: José de Salamanca. Con una prosa enérgica, con ese estilo siempre directo y un punto irónico, Javier Puebla acomete en El hombre que inventó Madrid (Algaida) el relato de una figura que, aun poseyendo estatua y plaza en Madrid (y otros muchos lugares), y a pesar de dar nombre a todo un barrio (el de Salamanca, naturalmente), quizás no ha recibido en todo en este tiempo la atención que se merece. No es Puebla un escritor que se quede en medias tintas. Y, como contó en una entrevista en profundidad en ‘El sábado libro’, de Radio Obradoiro, Pepito Salamanca tampoco es un personaje que deje a nadie indiferente. Para empezar, la novela comienza con su resurrección, o poco menos. El entonces alcalde de Monóvar (empezó en la cosa municipal) es dado por muerto a causa del cólera morbo con poco más de veinte años. Pero en realidad, como comprueba su ayudante, que pretende robarle, está vivo, aunque los síntomas de la enfermedad hagan que parezca un cadáver. Esa resurrección es la metáfora de un hombre que llegará a Madrid, en la épica de la regencia de María Cristina, para hacer negocios y para hacer política. Imparable, mujeriego, noble y truhan al mismo tiempo, como se dice en el libro, José de Salamanca se convertirá en un hombre rico capaz de arruinarse al final de sus días, especulador, inversor, aprendiz de Bolsa, mecenas y creador de la primera industria del ferrocarril. Y, por supuesto, autor de la expansión madrileña, que por entonces sólo llegaba a Cibeles. “No es una novela histórica”, subraya Javier Puebla, “aunque hay mucho de historia en ella. Es una novela sobre un ser humano increíble, que nos saluda desde el pasado pero que nos sorprende porque podría pertenecer al presente”. Entre el pícaro y el genio, José de Salamanca está cerca del poder y de la monarquía, y al tiempo viaja por las galerías del submundo político y económico, que tan bien conoce. No vino a Madrid para ser indiferente. Y aquí asistimos en primera fila a este increíble hervidero de Madrid. “Los tiempos de crisis son muy productivos”, dice Puebla. Y en medio de la crisis, José de Salamanca medra, crece, invierte, aprende a jugar en Bolsa, comprende que el dinero necesita su oportunidad. Es humano e inhumano al mismo tiempo. Y, sobre todo, es imparable. El ferrocarril hasta Aranjuez, ese que hoy se llama el Tren de la Fresa, será una de sus apuestas por la modernidad, por el advenimiento de un nuevo tiempo industrial. También comprará infinidad de fincas, para poner en marcha su proyecto, radicalmente moderno, del que ahora se conoce como barrio de Salamanca. “Me convertí en él mismo. Me documenté, claro, pero luego quise ser como él. Lloré cuando murió su padre como si fuera mi propio padre. La novela tiene el ritmo y el sabor de algo que yo siento como propio. No es una simple biografía. Después de todo, a Pepito Salamanca le hubiera gustado ser un personaje de ficción: era muy amigo de Alejandro Dumas, y se lo decía a menudo. Creo que nadie la ha tratado como se merece en todo este tiempo. Me identifico con él, porque ni a él ni a mí nos ha importado mucho estar arriba o abajo”, concluye. / JM Giráldez.