Cervantes y Shakespeare se dan una vez más la mano en un año mágico, 2016. Recordamos los 400 años de la muerte de ambos, pero, sobre todo, recordamos su grandeza. Comparables en tiempo y en obra, su literatura es el emblema del castellano y del inglés, respectivamente. Los ingleses, volcados con Shakespeare, sacan partido a lo poco que sabemos de él. A más enigmas, más emoción. El genio de Stratford ha vuelto, aunque nunca ha dejado de estar ahí.
La celebración del cuarto centenario de la muerte de Shakespeare (coincidente con la de Cervantes, pero no hasta el punto de que ocurriera el mismo día, como muchos han supuesto) ha traído de regreso los muchos misterios y enigmas que existen sobre el bardo de Stratford. Shakespeare es uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, de eso no hay duda, pero han sido las tinieblas sobre su figura las que han provocado la atención de centenares de investigadores, aunque, bien es cierto, el análisis de su fascinante producción literaria no le ha ido a la zaga. Resulta paradójico que la biografía de Shakespeare esté poblada de sombras, cuando son tantas las certezas que tenemos sobre su grandeza literaria. Pero no es fácil obtener datos de una época tan alejada de nosotros, en la que la fragilidad de los registros escritos y el azar de la vida cotidiana no arrebatan detalles imprescindibles para conocer la verdad, y, en no pocos casos, nos arrebatan incluso algunas obras, perdidas para siempre, como se puede perder el amor.
Es tanto lo que se ha especulado sobre la identidad de Will Shakespeare que, a estas alturas, el mayor esfuerzo ha de volcarse en los trabajos de limpieza de datos, en desmontar la ficción sobre la realidad. Así, casi se diría que hay que pelar al personaje Shakespeare como se pelan las capas de una cebolla. Y, sin embargo, la investigación sobre su vida y sobre su obra es fascinante. Abrumadora. Casi se diría que de ningún otro escritor se ha investigado más. ¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Por qué tantas dudas? ¿Por qué tantas leyendas? Pues porque los lados oscuros han encendido nuevas luces, han animado nuevas teorías. Y porque en muchos momentos, la más plausible de las teorías, la evidente, la que dice que William Shakespeare era un hombre de Stratfod-upon-Avon con no muchos estudios, que decidió vivir una aventura empresarial en el mundo del entretenimiento del Londres de la época, no parecía justificarse con la alta calidad de sus escritos, y sus eruditas menciones, y con el uso inigualable de la lengua inglesa. Dicho de otro modo: si Shakespeare era Shakespeare, con lo poco que conocemos de sus orígenes, pero suficiente, ¿cómo pudo escribir lo que escribió?
El edificio crítico que se ha montado sobre su figura ha contribuido, claro, a aumentar increíblemente su fama. Aunque alguien no haya leído ni una línea de su sofisticado y hermosísimo teatro, o aunque no haya apreciado los juegos eróticos, también ocultos en la retórica, de sus sonetos, siempre tendrá la oportunidad de alimentarse de los misterios que envuelven su biografía. Shakespeare es un producto de una tradición que combina el análisis profundo de sus obras con la mirada a veces frívola y no siempre fundamentada sobre su existencia. Y ese producto ha resultado ser de gran valía, porque en realidad Shakespeare es hoy el bardo nacional inglés, es cierto, pero también es una de sus grandes industrias culturales. Supongo que debemos aprender de todo ello. Con Cervantes no se ha hecho ni la mitad, salvo en el terreno de la investigación, que resulta, sin duda, encomiable. Pero, ¿y la puesta en valor de su figura pública? Nada que ver con lo que Inglaterra ha hecho con William Shakespeare. Este 400 aniversario de la muerte de ambos es una buena piedra de toque. El consorcio Shakespeare 400, así se llama, coordinado por el King’s College, es sólo un ejemplo de cómo la figura del dramaturgo va a ser explotada, en el mejor de los sentidos, hasta la saciedad. Y no es algo nuevo: Shakespeare es omnipresente en su país. Las representaciones son continuas, los libros sobre su obra y su vida, interminables. Las conferencias, los congresos, los debates. Incluso la presencia mediática.
Con el paso del tiempo, los escritos de Shakespeare se han revelado como la fuente más directa y más creíble para saber cosas de su vida. Todo lo que gira alrededor del escritor resulta ser un entramado complejo de creencias, que, básicamente, se ha dedicado a idealizar su figura, sobre todo desde el Romanticismo. Y a atribuirle lo que no era posible atribuirle. Hasta el punto de negar su origen y su procedencia social, pues no pocos concluyeron que era necesario otorgarle un aura aristocrática, intelectual o incluso bohemia, negando, a veces las evidencias. Esto ha dado para mucho. Y tal vez se ha ido demasiado lejos. Las numerosas películas sobre Shakespeare también se han aprovechado de toda esta niebla que envuelve la famosa partida bautismal de Stratford, y todo lo que vino después. Las películas sobre su vida, porque las grandes producciones sobre sus obras (de Orson Welles a Sir Lawrence Olivier o Kenneth Branagh), son otra cosa. La realidad es que sabemos más de Shakespeare que de ningún otro autor de la época. Se ha mitificado la duda sobre la autoría y sobre la identidad, como se ha mitificado todo sobre el bardo. Y a veces uno piensa que ya es imposible retirar todas las capas de cebolla que se acumulan sobre su biografía.
Son sus obras las que más hablan de él, como demuestra el experto Stephen Greenblatt en su magnífica obra, la más reciente, titulada ‘El espejo de un hombre’ (DeBolsillo). Leer a Greenblatt es ahora mismo la mejor recomendación que podemos hacer. Durante años nos hemos dedicado a saciar al ansia de conocimiento sobre Shakespeare en obras que creían en su origen humilde de Stratford, o que creían ver en él figuras ocultas, como De Vere, o Bacon, o, cómo no (y es una de mis teorías favoritas) la figura del escritor y espía Christopher Marlowe, fallecido prematuramente en una reyerta. Ocultado en realidad, según otros, para convertirlo en Shakespeare: tan numerosas son las coincidencias entre los textos de ambos. Y, según Greenblatt, debieron de conocerse. Pero parece que Shakespeare fue una industria en sí mismo.
La creación de su compañía (Lord Chamberlain’s Men primero y King’s Men, después), el éxito creciente de las obras que ponía en escena, la gran rivalidad que existía entre autores, productores y actores, da a entender que nuestro hombre de Stratford tuvo que trabajar en equipo, con colaboraciones de otros autores más o menos secundarios (Middleton, por ejemplo), que su industria se parecía a lo que hoy llamamos un equipo de guionistas. Sin duda su impronta estaba allí, pero resulta difícil saber cuánto hay de él en cada obra. Greenblatt asegura que utilizaba libros quizás no muy conocidos para elaborar argumentos de los que sabía poco o nada. Pero el arte literario convertía esos libros que usaba como base de sus historias en fascinantes composiciones.
Shakespeare se fue construyendo a sí mismo en el Londres dinámico y duro de la época. La idea de la escritura de entonces, de lo que era plagio y no lo era, de la adaptación y la apropiación, no tiene nada que ver con la idea actual. Y además era necesario escribir mucho, adaptar obras de otros, conseguir que los actores aprendieran de memoria muchos textos, porque las obras entraban y salían de cartel con gran rapidez, dependiendo del éxito. Había que tener un repertorio preparado. Ese fue quizás el mundo de Will Shakespeare, al que no podemos contemplar como un autor con los criterios de nuestro mundo contemporáneo. Greenblatt, en este libro magnífico que hemos mencionado, insiste en que su formación inicial, gracias a que su padre John había sido alcalde de Stratford, fue mejor de lo que parece. Tuvo ocasión de contemplar a muchas compañías de teatro itinerante que están en el origen de su fascinación por el teatro. Shakespeare, dice Greenblatt, se inspiró en todos los espectáculos que había contemplado de niño, “por lo demás, decrépitos”. Pero no lo tuvo fácil. Londres era un territorio terrible, en el que abundaban los castigos y las venganzas. Y él fue contemplado durante mucho tiempo como un “cuervo advenedizo”.
En 1611 pudo regresar a Stratford por última vez, incapaz de estar, como señala Greenblatt, “en veinte sitios a la vez”. Aunque siguió colaborando, con Fletcher, por ejemplo. Compró por entonces una casa en Blackfriars, una más de sus múltiples inversiones. En 1613, The Globe ardió hasta los cimientos. Para entonces, ya había escrito ‘La Tempestad’ y estaba en retirada. Will Shakespeare sigue siendo hoy un escritor extraordinariamente joven. Asombrosamente, ha resistido todas las teorías, todas las conspiraciones. Sigue siendo él, 400 años después, uno de los mayores regalos que la literatura nos ha concedido.