A pesar de que los ingleses no traducen tanto como cabría suponer, el Quijote ha sido vertido a la lengua de Shakespeare muchas veces. Bueno, no exactamente a la de Shakespeare: eso fue justo en los inicios. Aún juegan las leyendas populares (y las académicas) con las posibilidades de que ambos genios (Cervantes y Shakespeare) se conocieran, muriendo, como murieron, el mismo día: aunque el dato induce a error, porque hay que tener en cuenta que ingleses y españoles manejaban calendarios diferentes. Por no hablar de la primera parte del Quijote, que se hizo muy famosa en Inglaterra en poco tiempo, y tuvo una amplia difusión. Casi con toda seguridad Shakespeare conoció el Quijote, gracias, claro, a la prodigiosa mano de Shelton. Después de Cervantes, si exceptuamos a algunos (muchos) latinoamericanos, el autor español favorito de los ingleses es sin duda Federico García Lorca. No sé si los hispanistas lorquianos habrán tenido algo que ver, pero imagino que sí. Cela también es ampliamente conocido en Inglaterra. Y últimamente, Javier Marías (anglófilo, por el tiempo allí vivido, y por su cultura literaria), el también muy británico en tantas cosas Vicente Molina Foix y, el sorprendente Enrique Vila-Matas, que gusta mucho en el extranjero. Y, desde hace tiempo (hace años ya reinaba en los escaparates de Charing Cross), está Arturo Pérez Reverte. Son sólo algunos ejemplos.
En realidad, la polémica del texto cervantino llega hasta las ediciones de hoy. O si no que se lo pregunten a Francisco Rico, uno de sus grandes estudiosos. La historia, sin embargo, empezó de una manera un tanto tosca y apresurada. Pero emocionante. Hay algo hermoso en la descuidada (¿manipulada también?) edición madrileña de Juan de la Cuesta, algo de libro de fortuna, un cierto resabio, o arrecendo, como decimos en Galicia, a libro de lance, no tanto porque fuera de segunda mano, sino por los muchos lances que en él suceden. El Quijote no tuvo demasiada suerte en su primera composición para la imprenta (sin contar con otras ediciones de 1605, que las hubo, y también en Portugal), ya fuera por el apresuramiento, ya por las imposiciones censoras, ya por la torpeza gráfica a la hora de corregir el manuscrito, ya por la autocensura de Cervantes. Digo pues que el Quijote estaba condenado a perderse en el maremágnum literario, si no fuera el éxito que alcanzó rápidamente en el resto de Europa, y aún se pudiera decir en América. Pues, como el propio Rico señala en la Nota al texto de la excelente edición popular que publicó la Academia en 2004, “en la primera mitad de 1605 salieron para América cientos de ejemplares de la novela”.
Resulta por tanto extraordinariamente fácil comprobar que la aventura literaria del Quijote alcanzó eco y aprecio más extramuros que intramuros, si bien a Cervantes no le fue mal del todo en comparación con la azarosa vida anterior y con las desgracias, literarias o no, que hasta entonces le habían acontecido. La versión inglesa fue la primera de todas las traducciones de la obra, a cualquier idioma: casi inmediatamente después de publicarse el original. El propio Francisco Rico recordó en su día la no excesiva recepción primera que tuvo el Quijote en España, más allá de las ventas iniciales, que tampoco fueron exageradas, si se estima que la tirada debió llegar, como mucho, a unos cinco mil ejemplares, entre 1605 y 1608. El Guzmán de Alfarache gozó en el siglo XVII de mucho más predicamento.
El ‘Quijote’, además de a través de ese bautismo de gracia que supuso la edición de lujo de Carteret en 1738, estuvo ligado a Inglaterra por las traducciones, como ya hemos señalado antes. También en las versiones inglesas el Quijote gozó de gran predicamento, y ya desde el principio. Tal es la cantidad de traducciones, versiones, ediciones, reimpresiones, resúmenes y hasta suplantaciones de traducciones que se han hecho en inglés de la obra de Cervantes (la piratería editorial se llevaba mucho). Para un análisis estrictamente académico me remito, por ejemplo, a la tesis doctoral de Carmelo Cunchillos, de 1983, Traducciones y ediciones inglesas del Quijote, si bien su estudio abarca exclusivamente hasta el año 1800. Pero basta leer las anotaciones, los prólogos o las notas al texto que acompañan muchas de esas traducciones, para comprender hasta que punto, en Inglaterra, la pasión por la obra cervantina se ha mantenido casi sin desmayos, aunque en esos mismos prólogos los traductores no dudan en compararse con sus antecesores, o con sus contemporáneos, ya sea para abominar de lo que otros han hecho o para reconocer que deben mucho a la larga tradición de Quijotes traducidos al inglés.
Los problemas culturales en la traducción del Quijote son considerables, pero afortunadamente, la primera traducción inglesa del Quijote, asombrosamente cercana en el tiempo a la editio princeps española, es tenida hoy por una de las mejores, lo cual, quién lo duda, habrá contribuido en gran medida a la calidad de todas las demás que en ella vieron un espejo, o un modelo, para las muchas dificultades traductológicas que la obra cervantina comporta. En efecto, la primera traducción de Thomas Shelton, fechada en 1612, y basada en realidad en la edición de Bruselas de 1607, alcanzó un éxito notable entre los lectores anglosajones, y más aún entre los traductores posteriores. Como decimos, fue vertida al inglés con relativa celeridad, dos años antes de la primera versión francesa. La emblemática traducción de Shelton recibió por título The History of the Valorous and Wittie Knight-Errant, Don Quixote of the Mancha y pronto aparecería la segunda parte, que vería la luz en 1620, aunque fue dada a la imprenta sin la firma de Shelton: todo esto, y, sobre todo, lo que después vino, confirma que, desde el principio, nos hallamos ante una obra que suscitó gran interés para los lectores en lengua inglesa.
No obstante, y aunque la obra de Shelton fue muy conocida y muy apreciada a lo largo del siglo XVII, lo cierto es que sólo tuvo dos reimpresiones, en 1652 y en 1675. Pasaron varios años antes de que llegase la segunda versión inglesa, la de John Philips, sobrino de John Milton, publicada en 1687, y también una tercera, la de Stevens, que en realidad es una revisión de la de Shelton, pero sensiblemente menos celebrada que esta, que vio la luz a comienzos del siglo XVIII, exactamente en 1700. Y hasta hubo una cuarta, porque el año 1700 pareció ser especialmente proclive a las versiones del Quijote. En efecto, también por esas fechas, apareció la traducción de Motteaux, The History of the Renown’d Don Quixote de la Mancha, que sería, con el tiempo, una de las más conocidas. Más tarde, ya en pleno siglo XVIII, vio la imprenta la famosa versión de Tobías Smollet (1755). Es algo anterior la de Charles Jarvis. Esta traducción se había publicado en 1742, y gozó también de mucha popularidad y de numerosas reimpresiones, versiones, resúmenes, e, incluso, notables ediciones ilustradas. La ilustración, ya se sabe, y el grabado de manera singular, ha acompañado magníficamente al Quijote a lo largo de su profusa historia editorial. Es la de Jarvis la edición que más veces se ha reimpreso, y todo ello a pesar de la escasa energía que se deriva de su texto, de su preocupación por la solemnidad, lo que supone en palabras de Rutherford, el inicio de la traducción puritana del Quijote, que fue reforzada por una lectura romántica del libro. Quizás no resulte tan extraño que las crecientes deficiencias de las traducciones del Quijote, a medida que avanzaba el siglo XIX, se deban a la lejanía y al filtro solemne y heroico de los románticos, que hizo mucho más mal que bien a una obra que está bien lejos de ser solemne. Rutherford, de nuevo, es categórico en este aspecto: “…no tienen precisión: sus autores sólo disponían de diccionarios rudimentarios… Motteux, por ejemplo, elimina frases enteras, e incluso párrafos, y añade otros de su cosecha. Siente una predisposición especial a colar sus propios chistes…” (xiv). El XIX reinterpretó la obra, ya decimos, en clave romántica, hizo desaparecer muchos de los logros del siglo pasado y vivió, en gran medida de las reimpresiones y reediciones de la traducción de Jarvis. Fue en la parte final del siglo, como también, señala el propio Rutherford, cuando se acumularon tres versiones ancladas profundamente en la tradición puritana, tradición que, por cierto, informaría también las primeras traducciones del siglo XX, especialmente la de Cohen.
De las últimas traducciones, habría que hacer capítulo aparte. La de Edith Grossman y la de John Rutherford me parecen memorables, cada una a su manera. He hablado de ello hace algunos años, en un artículo aparecido en el volumen La huella de Cervantes y el Quijote en la cultura anglosajona, publicado por la Universidad de Valladolid (2007). Rutherford, según su propio testimonio, apenas consultó las traducciones anteriores, una práctica que quizás era mucho más habitual en siglos pasados. Aunque si la de Cohen demasiado lineal. Cohen no parece capaz de mostrar lo mejor de Cervantes: el humor. Para ambos traductores, el lenguaje se había vuelto demasiado arcaico, con el paso del tiempo. Así que intentaron una versión fuertemente contemporánea, “igual que Cervantes había usado el español de su época” (xviii, Rutherford). Grossman dudó, pero una conversación con Julián Ríos le convenció de que Cervantes era el escritor más moderno del mundo, así que podía modernizarse su lenguaje. Con todo, este Cervantes contemporáneo comporta riesgos. Aunque para Rutherford no hay nada que no pueda ser traducido, los problemas culturales, a veces persisten. Qué decir, por ejemplo, de los famosos “duelos y quebrantos”, una expresión gastronómica que ha merecido varias interpretaciones. O ¿qué decir de las posibilidades traductolóficas de ‘abadejo’, ‘curadillo’, ‘truchuela’ o ‘bacallao’? Por no hablar de las frases hechas y de los refranes, tan abundantes en la obra. Qué decir, ya puestos, de expresiones como “vive Roque que si no me paga…”, “y vio a dos distraidas mozas…”, “anda caballero que mal andes”, “yo no sé nada de omecillos…”, “hacía concertado con ella que aquella noche se refociliarían juntos”, “ya sé a que sabe el bizcocho y el corbacho”, “daré al diablo el hato y el garabato”, “doncella Placerdemivida”, etc. Pero un análisis más detallado de estos problemas, que Rutherford y Grossman han acometido con espíritu contemporáneo, se haría muy prolijo en esta entrada. En otra ocasión será.
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