Trajeron al ‘perro diabólico’, con sus camisas hawaianas. Lo trajeron y él se depositó en un sillón del Hotel Virxe da Cerca, en Compostela, como si no se hubiera movido de L.A. Pedía agua con gas. En unos días, James Ellroy estuvo en varios lugares, incluso, estoy por creerlo, al mismo tiempo. Esto pasa si eres de Los Angeles. No puedes permitirte el lujo de estar en un solo lugar, faltarías a citas, te echarían de menos en alguna punta de la ciudad. Desplegarse, desmaterializarse. Ahí está el secreto. Y Ellroy es mucho Ellroy para no poder hacerlo. Le sobra cuerpo. Le saludo a la americana, desde atrás, sin llegar a vernos aún: una especie de ‘give me 5’. La cosa va bien, tíos. Va bien, veo su camisa hawaiana. Todos estamos muy domésticos, este hotel es doméstico para mí. He entrevistado a muchos más escritores aquí de los que puedo recordar. ‘Hola buenas tardes amigo’. Ellroy habla español a veces, cuando le parece. Me asegura que hace cuarenta años se le daba bien. Dice mucho “arriba”, y también “abajo”. Suelta, con una voz que podría venir de un campamento de instrucción: ¡Santiaaagoo…. Arribaaa!. Y no se ríe ni un ápice. Junta las manos. Creo que está algo incómodo, que querría terminar, sin empezar. Va a contarme que ‘Perfidia’, además de una canción inolvidable, es el título en castellano, o en mexicano, de esta novela de casi ochocientas páginas que publica Random House. Va a contarme que acaba de comenzar un nuevo cuarteto de L.A. Que la historia va hacia atrás. Va a contarme que se aleja del presente porque el presente no le interesa nada. Nada. Junta las manos. No está arrellanado en el sillón, sino que, aparentemente, está repantingado: está lejos de Los Angeles, pero quiere volver a su escenario. Si pudiera, volvería ahora mismo. Se lo dijo a Xurxo Fernández el otro día: “aquí me parece que estoy en el interior de un castillo medieval”. Sé que no le gusta la Edad Media porque allí no había coches. Cuando, al final de la entrevista, su cuerpo empieza a agitarse mucho más de lo normal, cuando levanta la mano y clama al cielo, “¡Gaaaaasolina! ¡Gaaaasolina!”, entonces sé que no va contarme las andanzas de un caballero de lanza en ristre, sino que lo suyo está indefectiblemente unido a una época, a un olor, a un ruido: y qué diablos, ahora caigo que eso mismo le ocurría a Gabo. Los Angeles es el lugar fundacional de Ellroy. He ahí el flujo de sangre sin el que no puede vivir. He ahí los huesos de Los Ángeles. Gasolina, tabaco, velocidad, calor. Y, sin embargo, tanta desesperanza.
Le digo si la historia de hoy se parece en algo a ese diciembre de 1941, el año en el que trascurre la novela. No me refiero a la maldita guerra, sino a los equilibrios internacionales, a eso que se llama el péndulo. Le digo si la historia va y viene, si puede repetirse. Me ira, tan serio como convencido de estar por encima de esas cosas de los periodistas. Me dice lo que espero. “No discuto bajo ninguna circunstancia de política. Lo que ocurre hoy no me interesa. No me interesa el presente, no tengo opiniones que ofrecer”. Es su discurso, sí. Me pregunto si es verdad. Me pregunto si simplemente ha encontrado mucho más práctico y cómodo no decir nada. No decir nada más, porque algo ha dicho, alguna vez. “Lo único en lo que se parece a la realidad es que en mi imaginación febril, esto sucede en [23 días] de diciembre de 1941.