Los emigrantes (los españoles quizás en mayor medida) nunca han recibido históricamente el trato que merecen. Aunque muchos de ellos sí han llegado a triunfar en sus países de acogida, pocas veces los expatriados han sido profetas en su propia tierra.
Es obvio que no todas las biografías migratorias van asociadas al éxito y la riqueza, pero hay que reconocer que casi todas las experiencias personales en la diáspora denotan cierta heroicidad, como así apuntaba un humilde Andrés Iniesta tras su mítico gol en Sudáfrica para calificar a quien abandona su país para alimentar a sus hijos.
Resulta triste comprobar el maltrato histórico a un colectivo que tanto ha hecho por el desarrollo de nuestro país; ya fuese con las divisas que mantenían tantas economías familiares o en forma de renovación y modernidad que los emigrantes traían en sus maletas durante los periodos de censura y dictadura.
Los movimientos migratorios hoy han evolucionado y las nuevas tecnologías (¡bendito Internet, benditas redes sociales!) nos permiten mantener un estrecho contacto con nuestros países de origen. Muchos emigrantes españoles de mi generación quizás no conozcan el nombre del alcalde de su nueva ciudad, el apellido del Ministro del Interior o los resultados deportivos del último fin de semana en su nuevo país de residencia, pero posiblemente podrían comentar el tiempo que ha hecho en su región de procedencia, las últimas declaraciones de Rajoy o Pablo Iglesias o si el Real Madrid o el Barça han puntuado en la última jornada de liga.
Si el bolsillo y las circunstancias lo permiten, la nueva generación de emigrantes viaja a CASA varias veces al año, adonde no perdemos la esperanza de volver definitivamente algún día. Ante la evidencia de que no podemos y no queremos cortar ese cordón umbilical que nos une a nuestro origen, no resulta sorprendente que deseemos y debamos contribuir a la elección de los gobernantes del que todavía es nuestro país.
Como si no tuviéramos ya suficientes dificultades con el hecho de tener que enfrentarnos con frecuencia a la burocracia en una lengua extranjera -algo que probablemente no conozca quien no ha vivido fuera de su país-, muchos nos encontramos estos días ante un proceso administrativo (a mí parecer prescindible) para ejercer nuestro derecho y por el que debemos, literalmente, ROGAR el voto.
No son pocos los que, inmersos en sus ocupaciones cotidianas, optan por renunciar a ese deber ciudadano de elegir a los gobernantes que deberían contribuir a que nuestro regreso a casa sea una realidad más pronto que tarde.
Los griegos llamaban idiota a quien no tenía interés por los asuntos públicos. Platón decía que si nos desentendíamos de la política lo pagaríamos con peores gobernantes. Al igual que el resto de ciudadanos, los emigrantes tendremos más argumentos para quejarnos si ejercemos el 26-J nuestro derecho al voto, aunque sea rogado.