Yo también fui Erasmus

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Posiblemente pueda considerarme (al menos en mi entorno) uno de los precursores que disfrutaron de la beca Erasmus. Cuando en el 98 me concedieron una de aquellas solicitadísimas plazas en Filología, mi motivación era mejorar mi alemán y vivir la cultura germana. En aquella época todavía no era vox populi el término “Orgasmus”, ni se asociaba la beca a fiestas, alcohol o pocas horas de estudio. erasmus

Aunque mi experiencia fue tan positiva que tres años más tarde terminé mi segunda licenciatura en Manchester estudiando de nuevo con estatus Erasmus (esta vez sin la ayuda económica); no querría dejar de mencionar de modo crítico el aprovechamiento del programa para aprobar con menos esfuerzo asignaturas hueso o el eventual planteamiento del semestre en el país de acogida como sabático. Es cuando menos sorprendente que casi el 80 % de estudiantes desconozca por completo el idioma del país de destino o incluso tenga nulo interés en conocerlo. No discuto la evidencia de que es posible mejorar el inglés en Polonia o Hungría; pero es una pena irse tan lejos y perder la oportunidad de conocer en profundidad otro país y su cultura para pasar el día en un grupo hispanohablante o siendo pasto de estudiantes autóctonos que, como vampiros lingüísticos, se integran en el grupo español Erasmus para mejorar su castellano estableciendo una relación no basada en un principio de reciprocidad.

Revisar algunos criterios en la adjudicación de las becas evitaría esas situaciones que, obviamente, no reflejan el sentido de un Programa Erasmus que sí ha permitido ya a cientos de miles de jóvenes españoles no sólo madurar y emanciparse temporalmente del cordón umbilicar familiar, sino también comprender el significado de Europa, además de aprender un idioma, conocer un nuevo país, una nueva cultura y convalidar un curso académico.

Adquirir experiencia en un nuevo sistema educativo, enfrentarse a trámites burocráticos en un país extranjero o el contacto con todo un crisol de nacionalidades son aspectos positivos evidentes. Con frecuencia, viajar y ver nuestra sociedad desde otra perspectiva nos permite ser más críticos para valorar nuestra propia realidad en justa medida, ayudándonos a ser conscientes de nuestra identidad (multi)cultural sin caer en nacionalismos excluyentes. Sentirse extranjer@ puede ser, posiblemente, el mejor antídoto contra la intolerancia.

Sin ignorar el gran componente hedónico del intercambio, la experiencia es generalmente un gran éxito académico y formativo (¡cuánto se puede aprender yendo de fiesta con alemanes, franceses, griegos, italianos o finlandeses!) que ha llegado incluso a crear el concepto de síndrome post-erasmus.

El abortado intento de Wert de retirar las ayudas del Ministerio habría sido a todas luces contradictorio con esa pretensión de potenciar la identidad europea y los idiomas en la educación universitaria, imposibilitando las estancias Erasmus a una clase media que se lanza a la aventura de estudiar en el extranjero con las míseras ayudas existentes.

Rescatada ya la generación Erasmus 13/14, yo me pregunto qué pasará con las ayudas el próximo curso…

¡Larga vida a Erasmus!

PD: Pensando en algunas parejas de amig@s (y en sus hij@s) creo que debería haber mencionado también la labor celestinesca de Erasmus 😉

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