Cosas del primer mundo
Era un viernes cualquiera en Santiago, con su lluvia y ese ambiente especial que te recuerda en cada esquina que la noche anterior fue grandiosa. Llevaba toda la semana planificando el entrenamiento de ese día, era el cumpleaños de uno de los niños y me había comido la cabeza pensando en cómo hacerlo inolvidable. Cumplía 5 y llevaba tres semanas recordándonos a todos que se hacía mayor y que solo le quedaba un año más para poder jugar con los Prebenjamines. Tenía miedo de que me olvidara y ese día no hubiera su juego favorito para calentar. Yo también lo tenía, por eso me lo había marcado con fosforito en el calendario.
Todavía estaba colocando los balones cuando oí una vocecita que gritaba mi nombre mientras corría hacia mí, era el cumpleañero que, por muy de celebración que estuviera, no podía llegar tarde a entrenar. Me cogió de la camiseta y me dio un abrazo gigante a la vez que me preguntaba “¿a que estoy mucho más fuerte ahora que tengo cinco?”. El conserje, que pasaba por detrás de nosotros justo en ese momento, se empezó a reír y le dijo “seguro que hoy ya puedes meter gol desde el medio del campo”. Javi, que a sus recién cumplidos cinco añitos mete golazos a 25 metros, no tardó ni tres segundos en descolocarlo todo y salir corriendo con un balón para comprobar si era cierto.
Empezaron a llegar los demás, que se unían a él en su intento de meter desde tan lejos como “la entrenadora”, mientras yo esperaba a los últimos rezagados. A pesar de la lluvia estábamos todos y el entrenamiento no podía empezar mejor, todo parecía bajo control hasta que unos golpes atronadores empezaron a sonar en el tejado del pabellón.
En cuestión de segundos, el cumpleañero empezó a llorar. Nunca antes había visto a alguien llorar así, se tapó las orejas con fuerza y se metió debajo de un banco inundado por el pánico. El resto de niños se quedaron callados, por primera vez no se escuchaban voces en el pabellón. Los ruidos no paraban de sonar, así que el conserje subió a ver qué pasaba mientras el pequeño seguía escondido sin que mis palabras sirvieran de algo. Unos minutos más tarde los golpes cesaron, eran niños que venían a lanzar petardos al tejado del colegio. Puse a los demás a jugar y me metí debajo del banco con él, aunque nunca pensé que estaría 45 minutos ahí metida.
Cuando sonó la campana no me lo podía creer, era hora de irse. Como de costumbre, todos salieron corriendo en busca de sus padres, pero esta vez faltaba uno en esa estampida. Esa noche dormí mal, no podía quitarme de la cabeza esos ojitos llorosos que me pedían que no me fuera. Aunque, lo que más me quitaba el sueño, era pensar la cantidad de niños que, ese mismo día, habían cumplido años escondidos bajo un banco.
¿Cuántos Javis habría de cumple en Siria? ¿Y en Afganistán? ¿Y en Yemen? ¿Cuántos niños habría escondidos debajo de bancos de madera, inundados por el miedo a los ruidos fuertes, o peor aún, a la muerte? Miles de niños viven entre ruidos y juguetes que no son de goma, que quitan vidas. Muchos de ellos hace años que dejaron de ir a entrenar los miércoles obligados a crecer antes de tiempo, ¿qué injusto no? Qué injusto que solo nos acordemos de ellos cuando unos críos nos estropean el entrenamiento con petardos y nos pasamos 45 minutos debajo de un banco. Cosas del primero mundo…